MADRID, ¿TAN CERCA PERO TAN LEJOS?

De pequeño tenía la suerte de poder veranear en la Sierra de Madrid, en un pueblecito llamado Cercedilla repleto de actividad, vida, juventud y no me atrevería a decir que de bullicio, pero si de una considerable animación. También pasaba parte del periodo estival en Las Cabañas de Castilla, el pueblo de mi abuela, uno de esos pueblos de Tierra de Campos con casas de adobe y tapial que a cada año que pasa parecen más erosionados por la lluvia, el frio helador, el árido calor y la despoblación. Por supuesto, esa otra parte del verano también era una suerte y, visto con el tiempo, un privilegio que mayoritariamente las generaciones futuras no disfrutarán.

En Cercedilla disfrutaba de unas semanas de deporte, amistades, correrías, una gélida piscina, rutas en bici de montaña y caminatas por la Sierra. Un tiempo pleno, con apenas huecos para el descanso y el relax. Pero ¿qué más quiere un chaval cuando está de vacaciones? Acción, correr, saltar, disfrutar de la naturaleza. Y de todo aquello que durante el curso era complicado realizar. Pero, más allá de los buenos momentos pasados, hay una imagen que nunca olvidaré de aquellos veranos en la Sierra.

En el R18 recorríamos los kilómetros que separaban León o Palencia de Cercedilla. Con las autovías y autopistas actuales el viaje podría realizarse de un tirón, pero con las infraestructuras de la época era necesario realizar paradas. En nuestro caso el avituallamiento se realizaba en un bar a las afueras de Olmedo, un pueblecito de la provincia de Valladolid. Seguro que los que han transitado por esa nacional recordarán el toldo verde y la terraza en forma triangular del restaurante Los Marinos. Allí realizábamos una parada técnica. Para los peques era un oasis antes de llegar a nuestro soñado destino. Para los adultos era la oportunidad de estirar un poco las piernas y recibir el chute de cafeína necesario para afrontar el último tramo de la etapa y alcanzar con ello unas merecidas y reparadoras vacaciones. Allí disfrutábamos de un Cacaolat, incluso a veces, de un Tigretón o de una Pantera Rosa, prohibidos durante el curso. Y repuestas las energías subíamos alborotados al R18. Los rayos del sol comenzaban a flaquear y contribuían a que el calor del coche fuese más llevadero. La larga recta que atravesaba San Rafael, que más que un pueblo de Castilla, me recordaba a un pueblo del Far West nos anunciaba la cercanía de las primeras curvas del puerto de Guadarrama. Y así, cargados de emoción, de esa previa a las Navidades, a las vacaciones, a los cumpleaños donde los niños vuelcan todos sus sueños y esperanzas, afrontábamos esos kilómetros de rápida transición entre la esteparia Meseta y el frondoso Alto del León. La vegetación se volvía más densa y entre los abetos, a mano derecha, dejábamos la fuente de Fuentecillas, alrededor de la que se congregaban varios turismos e incluso algún camión para recargar las garrafas de agua que almacenaban en el maletero con cuidadoso celo. 

Adelantar a los camiones se tornaba en una Odisea en la que prácticamente toda la familia participaba dando instrucciones al conductor. “Ahora", “Que viene uno de frente", "Acelera", "Que no hay hueco" junto con otro tipo de improperios con los que los adultos trataban de descargar la tensión cuando la situación se volvía más crítica y, al mismo tiempo, más llamativa para los pequeños. Los últimos rayos de sol y la penumbra de la cara Norte contribuían al dramatismo de esa ascensión que, en aquel entonces, me parecía mastodóntica. 

Y entonces, cuando alcanzábamos la cima del Alto del León e iniciábamos el descenso, por su cara madrileña, se aparecía ante nosotros un majestuoso océano de luces. 

Para un niño de provincias era un momento mágico. Y todas esas luces, pese a los años transcurridos, se han quedado grabadas en la retina de mis ojos. Las suaves colinas, plagadas de hileras de luces que desde sus faldas recorrían serpenteantes hasta alcanzar sus crestas, se me antojaban olas de aquel océano. 

Madrid desde el Alto del León

El alumbrado naranja de las carreteras que conducían a la gran ciudad avanzaba, como un ordenado, largo e interminable río que confluía, proveniente de todos los puntos cardinales, en un inmenso y potente halo de luz que se distinguía en el horizonte, el Gran Coral, donde rascacielos de luces se elevaban sobre la marea. Miles de peces recorrían ese mar de luces, en uno u otro sentido, iluminando con sus faros los caminos de urbanizaciones y calles. A los pocos kilómetros, y después de contemplar ese sobrecogedor paisaje, llegábamos a nuestro ansiado y apacible destino. 

Tras disfrutar de las vacaciones, de correr y saltar sin descanso, había que emprender el viaje de vuelta. Y tras despedirnos de las amistades veraniegas, en algunos casos, hasta el siguiente verano y, en la mayor parte, hasta un futuro muy lejano, volvíamos a subir al R18. 

Pocas palabras nos cruzábamos en los primeros kilómetros de vuelta a casa, era como la calma tras la tempestad. Una mezcla de melancolía y nostalgia me invadía ante los recuerdos que dejaba atrás. Durante la ascensión al Alto del León recuerdo girar la cabeza cada poco para buscar el Océano de luces. Al llegar a las últimas curvas de ascensión, el espectáculo volvía a ser sobrecogedor y me preguntaba, si mis amistades veraniegas, mayoritariamente madrileñas, eran conscientes de ese paisaje digno de admirar y de como ellos, como pequeños protozoos, formaban parte de él. 

Alcanzada la cima e iniciado el descenso la foto era diametralmente opuesta y los árboles dejaban ver entre sus copas el Mar de la nada, del vacío, de la oscuridad, de la tranquilidad. Por encima de los árboles surgían cientos de estrellas que en la ladera sur habían permanecido ocultas y que ahora iluminaban el cielo. Volvíamos a la Naturaleza pura, primitiva, al origen. Era, y sigue siendo, también un paisaje sobrecogedor. 

La conjunción de estos dos paisajes a cada ladera del puerto de Guadarrama parece un milagro, uno de esos enclaves únicos en el mundo imposibles de recrear o reproducir. 

El silencioso descenso era imponente y cuando iniciábamos las rectas mesetarias que nos conducirían hasta casa, acompañados por la oscuridad envolvente que solo interrumpía el enjambre de estrellas, los pensamientos tendían a acercarte a ese mundo pausado de provincias, a ese verano de mañanas en la biblioteca leyendo libros, tardes en la piscina y noches de paseos. También éramos felices a ese lado del muro y se disfrutaba, pero a otro ritmo, con otra intensidad y aquel paisaje así lo anticipaba. Los pueblos, por los que las carreteras nacionales nos conducían, eran pequeños oasis de luz con media docena de farolas diseminadas. Y más allá de algún solitario coche o tractor que transitaban por sus arterias no se solía distinguir más tráfico ni movimiento.

Así era también el pueblo de mi abuela, un pueblo donde la carretera comarcal muere a su entrada, prácticamente a pies de la iglesia, en la Plaza Mayor, como presagiando el futuro de un pueblo que lleva agonizando siglos y que solo vio un atisbo de prosperidad con la llegada del Canal de Castilla y durante la construcción del ferrocarril. A kilómetros de distancia se distingue la bella pero simple Torre del Castillo que junto a la iglesia son las dos únicas edificaciones cuyos muros prescinden del adobe. La escasa actividad se organizaba alrededor de las dos calles paralelas que atraviesan el pueblo. La cosecha era el gran evento del verano, los abuelos parecían excitados y los más pequeños disfrutábamos con el trasiego de cosechadoras, tractores y remolques. A las afueras se encontraba una pequeña loma agujereada por bodegas en continuo derrumbe y que se convertían en obligada peregrinación los fines de semana, tras la misa, y las fiestas de guardar. Quizás el signo que mostraba con más clarividencia el progresivo declive del pueblo era la reconversión de las escuelas en el Teleclub. Obviamente, también había tiempo para la aventura, para explorar, a pie o en bici, parajes que uno tenía la sensación de que prácticamente se descubrían en ese preciso instante .Y para dejar constancia los anotaba en una pequeña libreta, dibujando un pequeño croquis como si de uno de los primeros exploradores se tratara. También había tiempo para la magia en las noches de lluvia de estrellas y para el descubrimiento de la Naturaleza de mano de la voz de la sabiduría enarbolada por los abuelos que amaban con eterna locura ese mar amarillo, ese océano de trigo y cebada.

Trigal de Tierra de Campos

Y así ha sido el Alto del León para mis veranos; una impenetrable muralla que los separaba en dos distintos, en dos vertientes prácticamente opuestas, ambas maravillosas para un niño, pero muy diferentes.

En aquel entonces no llegaba a comprender la transcendencia de estos paisajes deslumbrantes, de esta dicotomía. Para mí no era más que una evocación de aventuras e historias, una postal veraniega que permanecerá en mi memoria, espero que, por muchos años, iluminando con su recuerdo el frío invierno y llenando de esperanza la primavera. 

Ahora, años después, reconozco que me ha llevado más tiempo del que debiera, he comprendido que es mucho más que un paisaje. Estamos hablando de dos formas de vida distintas, de dos dimensiones económicas prácticamente antagónicas, de dos universos en fases opuestas; uno en expansión y otro en claro y significativo retroceso. ¿Y podrían, al igual que los paisajes, ser también complementarias estas formas de vida?

¿Cómo un accidente geográfico puede marcar tanta diferencia sobre los territorios que separa?  ¿Cómo es posible que una montaña pueda retener la actividad que mana de Madrid con tanta intensidad? 

Supongo que en este vasto mundo habrá más ejemplos similares, donde un río, una montaña o cualquier otro accidente geográfico haga de frontera entre dos mundos tan distintos. Pero si nos fijamos en las grandes ciudades europeas, ni en Paris ni en Londres ni en Berlín, otros ejemplos de dinamismo, actividad económica, motor del conocimiento y movimiento masivo de personas, se puede identificar este fenómeno. Es verdad que cuando uno abandona el periferique de Paris y se aleja de la Ciudad de la Luz el tráfico y las luces, como indicadores de su actividad, van disminuyendo a medida que se superan kilómetros. Hasta que finalmente uno se encuentra en medio de la campiña en una oscuridad casi plena. Pero ese cambio es gradual y no repentino como sucede entre la Meseta Norte y Madrid. 

¿Cómo es posible que estando tan cerca de Madrid las provincias de Ávila y Segovia se parezcan más al desierto humano de Tierra de Campos que al bullicio y la actividad de la Villa de Madrid? Hasta los pueblos de la Sierra de Madrid gozan de un gran dinamismo y una más que destacable actividad económica. Y es verdad que algunos pueblos de Segovia y Ávila muestran cierto movimiento, quizás inducido, en parte, por la proximidad de Madrid, pero no parece que sea de la misma intensidad que la que tienen los pueblos equivalentes en distancia a la Puerta del Sol hacia Guadalajara o Toledo. Se palpa, se ve y se siente que el estilo de vida de los pueblos y ciudades de la Meseta Norte es ciertamente muy distinto al de los urbanitas que viven en Madrid. Y así lo hacen constar aquellos que defienden a capa y espada la Tierra Castellana. Pero no es menos cierto que la despoblación en Castilla y León es un problema endémico al que nadie es capaz de dar solución y que obliga a nuestros profesionales y universitarios a emigrar por falta de oportunidades en esta tierra. Si encima, parte de los castellano y leoneses defienden sin complejos ese modelo caduco frente al dinamismo y actividad de las regiones que atraen talento y con ello población, entonces apaga y vámonos.

Sin duda alguna, la postal veraniega que permanece en mi mente es una metáfora que ilustra las diferencias entre la Comunidad de Madrid y las provincias de la Meseta Norte. Es verdad que esa luz que se grabó en mis ojos se iba difuminando al llegar a la Sierra pero era complicado, por no decir imposible, identificar desde el Alto del León dónde terminaba un municipio y dónde comenzaba otro. Al otro lado de la Sierra de Guadarrama la oscuridad delimitaba el fin de cada localidad y, a kilómetros de distancia, el siguiente hatillo de luces indicaba la presencia otro pequeño pueblo.

Desde el punto de vista económico, social, cultural y del conocimiento sucede de forma parecida. El epicentro del Gran Coral es donde más movimiento hay. Y progresivamente, a medida que nos distanciamos de la Villa de Madrid, la actividad sufre una progresiva merma, pero sin llegar a desaparecer. Al otro lado del muro la escasa actividad se circunscribe básicamente a cada localidad que, como islas en medio de un océano infinito, sobreviven rezando porque el próximo tsunami tarde en llegar lo máximo posible.


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